C uando uno está enamorado –o cuando yo me enamoré, da igual– te encuentras de pronto cantando en la ducha las canciones más tontas y absurdas, como nunca habías hecho.
Y el gel te parece que huele a Verbena, y te echas encima medio bote hasta parecer un muñequito de nieve, con lo cual luego estás tres horas para quitarte el jabón y se te hace tarde.
Y te pruebas todas las camisas antes de decidir cuál le gustará más a él. Y si por casualidad alaba alguna de ellas te la pondrás tanto que al final él acabará aburriéndola si antes no se aja de tanto meterla en la lavadora.
Y te pones esos tacones que son una auténtica tortura –me río yo de la chinas– con tal de que tu cara esté más próxima a la de él.
Y cantas en todas partes hasta que llega la Xiqueta y te pregunta mirándote asombrada: “¿Estás cantando una canción de Chenoa?”.
Y te late el corazón deprisa cada vez que lo ves aparecer tras la esquina, o bajando del autobús, o sentado en la cafetería leyendo el periódico, de tal forma que parece se va a salir del pecho de un momento a otro.
Y te encuentras buscando afanosamente la receta de “pechugas a la Villeroi” porque te dijo ayer que tiene el antojo de probar dicho plato. Y si hace falta lo cocinas siete veces hasta que logras sacarle el punto aunque luego tengas fregar la vajilla entera y haya harina pegada hasta en el extractor.
Y dejas de ponerte tus vaqueros favoritos porque te comentó no sé qué cosa de la prendas de marca y sus trabajos en la India.
Y te compras “Así habló Zaratustra” y te lo lees enterito porque a él le gusta Nietzsche.
Y te pones a beber el ponche al que te invita y hasta lo encuentras bueno cuando la realidad es que eso es imposible dado sobre todo a que eres abstemia.
Y miras la rosa pocha de tu rosal y la encuentras deliciosamente bonita.
Y te pones a menudo ese jersey negro de tu padre que un día por pura casualidad te pusiste, sólo porque te dijo ese día que estabas muy guapa, y da igual que odies el color negro en la ropa. Allí que vas tú con el jersey de tu padre que no tiene ni idea de por qué le ha desaparecido.
Y te gastas el dinero que tenías ahorrado para comprarte un bolso nuevo pues que el que llevas, amén de estar manchado de tinta –inevitablemente, y por mucho que me lo proponga nunca vuelvo a ponerles la capucha a los bolis después de escribir–, se le ha roto el cierre en “Gorilla”, ya que es el único disco, según tus hábiles investigaciones, de James Taylor que no tiene.
Y cambias tu criterio y en vez de gustarte como siempre los hombres morenos ahora resulta que te gustan los hombres de pelo castaño.
Y te recorres todas las librerías hasta encontrar “El monstruo de Hawkline” ya que lo nombró de pasada hablando de autores americanos.
Y cuando en la discoteca ves como se acerca a una chica y se pone a hablarle al oído sientes algo nuevo, un sentimiento raro que nunca habías tenido antes, una mezcla de rabia, odio y tristeza y todo esto aderezado con unas enormes ganas de llorar y que justo se esfuma cuando él se aparta de la chica en cuestión, vuelve a tu lado y te informa de que se trata de la novia de su amigo. Más tarde te enteras que a ese sentimiento se le llama “celos”
Y cuando su madre, hablando de su apreciado hijo –el mejor, como no–, comenta que una tal mujer andaba tras él, tú ya dejas de escuchar todo lo que sigue porque sólo piensas en quién narices será la tal mujer y a santo de qué tuvo que ir tras él.
Y si te toca el pelo empiezas a verlo todo azul y lleno de estrellitas, y a partir de ese día nunca más vuelves a atarte el pelo en esa cómoda coleta, por si acaso vuelve a querer tocar tus rizos.
Y si acerca sus labios a los tuyos, entonces, al igual que le pasó a Gustavo Adolfo Becquer, ese día crees en Dios.