Abierta la marea cae en ti la ruta.
Como un cielo claro y limpio, y dulce y fresco,
las velas rompen, con tus brazos, el amor más puro.
¡Ah!… Benjamín del viento, tus labios me atraparon.
Dejaron poseída la tarde a tus denuedos,
a aquellos pedazos de silencio.
Yo fui el alevín de tu alma y tú el consuelo.
Al mirar la tarde va cayendo el cielo. Va cayendo.
Y se dibuja de nuevo en entresueños.
En ti vi corceles blancos extendiéndose en los campos;
crisálidas forjándose de flora y seda;
nubes limpias que del agua su espuma sostenían;
firmamentos profundos que mis dedos atizaban.
Y la ternura eras tú entre ellos:
el corazón dulce y el amor que me veía,
el delicado sentir que en mí vivía.
¡Oh vastedad de lo infinito!
¡Oh íñigo respiro aquí en mi pecho!
¡Qué grande es el amor y luego el cielo!
Y luego tú… ¡Qué más pedir al cielo!
Era el nido abierto y frágil,
y el celestial camino hacia tus besos.
Era la morada perdida entre los brazos.
A ti te encontraron mis labios.
En ti las noches eran una a una hasta agotarse.
Y los labios más besados.
Y las palabras de cariño que tocamos.
¡Qué más pedir al cielo!
Emerge todo, como el consuelo, hacia tus besos.
Describiste mar y estero. Escondiste la naval barca
en tu oceánico cuerpo de velero.
El destino eras tú, abriendo viento.
¡Qué más pedir al cielo!
La noche escapa y del cielo brota
lo que en cada encuentro cae.
¡Ah! Tú, como ninguna:
sigilosa, atrapada y misteriosa.
Así, como ninguna.
En la dulce tentación que lleva el alma,
mis besos caen en ti como a ninguna.